Cuando quiso darse cuenta, era otra vez otoño. Había perdido la noción del tiempo que llevaba fuera de casa, huyendo de una pesadilla a la que ella misma puso fin. Ya ni recordaba el cuchillo ensangrentado que le tintineaba en el bolsillo.
Las crujientes hojas amarillentas tapizaban las vías del tren, pero dejaban intacto el raíl sobre el cual ella jugaba a la cuerda floja. El único sonido que la acompañaba era el silbido del viento. En todo aquel tiempo, no había visto un solo tren. Ni una sola persona. Sólo ella y la vía. Y una paz intranquila.
Se acabaron las noches en las que ella esperaba a su padre borracho. Se acabaron las noches en las que su padre dejaba de cortar leña para cortarle la infancia. Y empezaba un camino incierto hacia una niebla lejana, que cada vez se hacía más espesa; una oscura boca que se abría más y más para engullirla.
Cuando quiso darse cuenta, era otra vez de noche. Y esta vez, la oscuridad parecía no tener fin. La vía del tren había desaparecido para dar lugar a un cementerio alfombrado de putrefactas hojas amarillentas. Los nichos de mármol resplandecían como si fueran apariciones. Sólo había un cartel con el que orientarse, pero lo único que lograba era desorientarla más aún: “BIENVENIDOS A SILENT HILL”.
El cuchillo ensangrentado volvió a tintinear en el bolsillo de Angela, recordándole lo que había hecho.
(Inspirado en Angela, de Silent Hill 2)